Relato basado en el texto de Andrés Campos, excursionesysenderismo.com
Límite natural entre Colmenar, Guadalix y Miraflores de la Sierra, un cerro que dista doce kilómetros largos de la cumbre guadarrameña más a mano, choca con los automovilistas que corren hacia la sierra por la autovía de Colmenar y que se preguntan de dónde demonios ha salido esa pirámide de color ceniciento o rojo sangre según la hora y como pinte el día en cuestión.
Intuyendo el retiro y el panorama que le deparará la santísima cima, el excursionista resuelve acercarse al Alto del Mojón según tocan maitines, porque es el sitio que cae más cerca de la cúspide y porque si la pereza le adueña igual se encuentra sin sitio donde dejar la burra. O el burro.
En la casa que albergó a peones camineros y que nos indica la distancia al cielo y al cercano Colmenar, la ascensión, sin misterio, sigue en todo momento la cerca que corre ladera arriba.
Entre peñas descuartizadas y algún que otro solitario enebro la naturaleza nos muestra el equilibrio de sus proporciones.
Aunque la subida nos hará sudar en más de una ocasión, praderas agradables nos darán un respiro rompiendo la continuidad de esta corta ascensión, que puede ponerse muy cuesta arriba si nuestro nivel no es regular y pretendemos correr mucho.
Inmortalizar la fiereza de la montaña sirve de excusa para tranquilizar el bombeo, que a estas alturas empieza a dar señales de incesante trabajo.
Desde esta perspectiva la montaña nos muestra sus heridas. El puente del AVE desaparece bajo nuestros pies mientras sus pasajeros se sumergen en la oscuridad y nosotros vemos la luz.
En una hora se obra el milagro.
La grandiosidad de la vista que se alza ante nosotros es un gozo para los sentidos.
Aquí nos hallamos, ante las vistas milagrosas que obra San Pedro, cuya ermita, hoy desaparecida, tuvo su hueco en lo más alto: El viejo Colmenar, el pantano de Pedrezuela,
la extensa urbanización Montenebro, el refugio de pecadores de Soto del Real, Tres Cantos, el embalse de Santillana y la Pedriza;
las cimas de Cuerda Larga desde La Maliciosa hasta La Najarra; las sierras de la Morcuera y la Cabrera;
hasta el cinemático Guadalix de la Sierra, cuna de una de las americanadas del cine español que en su día intentó acoger a un tal Marshall.
En este paraíso de montañeros, vacas cerriles, buitres leonados y otras criaturas de elevada existencia que, a veces en procesión y otras en recogimiento, rezan al santísimo, encontramos, si cabe, un prodigio aún mayor.
Un libro de visitas que aún nadie ha expoliado y que se guarda en una urna de piedra desde hace un par de años. En él han firmado poetas, ingleses de Inglaterra, soldados del batallón de Zapadores de la base de San Pedro, familias numerosas, fumadores arrepentidos y otros que celebran la cima encendiéndose un pitillo que se abre paso entre pulmones henchidos. El Cielo, si existe, debe de tener un libro parecido.
Si queremos poner la guinda podemos encaramarnos a la torre de piedras a modo de almena que sostiene el castigado vértice geodésico. Para ello deberemos de realizar un ejercicio de equilibrio y precaria escalada en el que poner, como mínimo, tres sentidos. El gusto y el olfato los dejaremos para las viandas que aguardan impacientes en la mochila.
Ya arriba el paisaje impresiona aún más si cabe. Obtenemos el encanto de una cumbre que montañas más altas quisieran para sí.
De Madrid al cielo. Ya lo creo